sábado, 28 de febrero de 2015

Mi memoria vagabunda

Mi nombre es Octavio Ledesma Esteve, soy un hombre senil y siento que he vivido mucho.


Mi padre me contó una vez que me pusieron ese nombre por ser el último de sus ocho hijos; por otro lado, mi madre afirmaba que heredé el nombre de su padre, mi abuelo, de quien no solo heredé el nombre.

Al principio parecía algo no preocupante, pero con el transcurrir de los días, los meses y los años, noté que olvidaba las cosas más seguido. Inicialmente creía que el estrés de las cuentas del banco y el fondo de pensiones tenía enmarañada mi memoria, pues perdía la cuenta y las cifras me eran difíciles de seguir analizando, por esa razón me sentía estúpido e iba por una taza de té; me sentía tan turbado como cuando perdí a Ofelia, en marzo del noventa y ocho, y me parece curioso que esa fecha aun la recuerde.
Y recuerdo esa fecha como la vez en que salí a comprar unos huevos a la tienda por la mañana, pero en la calle me sentí confundido y las direcciones no me eran familiares, intenté llamar por teléfono a Tobías, un jovencito de catorce años que suele hacerme mandados por unas cuantas monedas, pero hasta olvidé su número telefónico. Traté de no entrar en pánico y caminé tantas veces hasta que de alguna manera extraña hallé la puerta blanca de mi casa. 

Confieso que tengo temor ir a un médico, la verdad es que solo sirven para dar diagnósticos estúpidos y desalentadores. A esta altura ya nada importa, los médicos no pueden hacer nada para revertir todo el tiempo que he perdido dando vueltas en la calle buscando mi casa, todo el tiempo que demoré buscando el control remoto para encender la televisión, todo el tiempo que tardé en salir de la casa porque olvidé dónde dejé las llaves, todo el tiempo amargándome conmigo mismo por no reconocer a mis vecinos sino hasta después de cierto tiempo.
Tengo miedo de perderme en mi propio laberinto; no recuerdo dónde dejé las píldoras, a veces tampoco recuerdo dónde suelo dejar el dinero para la cena. Han abierto la puerta de la casa y un joven preocupado entra diciendo ser mi hijo, no lo conozco, pero quizá tenga razón. El joven conversa conmigo mientras una lágrima resbala por su mejilla, trata de convencerme de que soy su padre, y me siento fatigado, confundido y emocionado en exceso; no suelo reaccionar de esa manera, sin embargo lo he hecho: he reaccionado con violencia, y he roto el florero favorito de Ofelia, esto me causa tanto dolor que no puedo contenerme. Mi hijo me acompaña, me abraza y me lleva al dormitorio, allí me hace entender lo vagabunda que es mi memoria: yo, simplemente, le explico que quizá mi memoria siente verguenza de que una decrépita cabeza la albergue y por eso decide huir de mí.

He despertado en una habitación desconocida, junto a un extraño, tiemblo del susto y la oscuridad de la madrugada enciende más temor en mí. Este señor no entiende que este no es mi lugar, mi lengua parece no expresar lo que trato de decir, no puedo hablar ni siquiera bien..., a lo lejos escucho a más personas acercarse, quizá vengan a llevarme a ese lugar donde los viejos son olvidados, o quizá ya es tiempo de despedirme de mi padre, mi madre, mis hermanos y mi abuelo, el olvidadizo.

Una plenitud en mi vida fue hasta cierto punto, hasta que la sopa se enfriaba sin razón, hasta que las llaves aparecían mágicamente sobre la mesa de la cocina, hasta que las calles cambiaron de nombre, hasta que al sacarme los zapatos me fijaba en que tenía puestos dos calcetines en un solo pie. Ya ni sé por qué estoy llorando, quizá sea porque las enfermeras me tratan con asco al saber que mi incontinencia fecal ha empeorado los últimos días, o porque un hombre longevo y de mirada vacía me observa desde un espejo.

A veces solo recuerdo que fui Octavio Ledesma Esteve, un hombre senil que ha vivido mucho.

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