Colin llegó tarde el jueves, pero ella seguía esperándolo, a pesar de todo. Seguía esperándolo porque sabía que debía aprovechar cada segundo, cada minuto, cada hora; y en especial, ese día con él. Sabía que su felicidad era pasajera, aunque bien podrían haber jurado no abandonarse mutuamente.
Colette, inquieta como un demonio. El muchacho de los ojos perdidos la conoció una tarde otoñal, una de esas tardes brumosas en que se confunden las personas y sus sombras; fue una tarde muy particular: ambos subieron al mismo taxi, y cuando se percataron del incidente abandonaron el vehículo de inmediato. Él pensó en pedirle disculpas, ella lo miraba de soslayo, mientras deseaba marcharse cuanto antes; ambos no coincidían en qué decirse mutuamente, ambos estaban perdidos. Colin avanzó tres pasos (tenían que ser tres, no podía ser un número par, así tenía que ser), Colette retrocedió cuatro pasos (tenían que ser cuatro, no podía ser un número impar, así tenía que ser); por fin, Colin habló, pero esa palabra sonó ridícula y mal entonada:
- buenas...
Y por fin, casi treinta segundos después:
- ...tardes.
La muchacha, quien no dejaba de mirar la camisa a cuadros casi hipnotizante de Colin, subió la mirada, sonrió ligeramente e intentó articular una frase con palabras apropiadas para la ocasión, pero un largo "eh" fue el indicio que denotaba su singular nerviosismo.
Con el tiempo, ambos supieron cómo tratarse; conociéronse el uno al otro e intentaban ponerse de acuerdo en algo que otras personas considerarían sin sentido o de poca importancia. Conversaban hasta las tres de la madrugada, intercambiaban libros y fotografías que ellos tomaban, a las que llamaban "profesionales". Su amistad fue fortaleciéndose, pero con un inconveniente: en sus cabezas, ambos no concebían el hecho de que el amor se aproximaba a ellos como una nube colosal, una nube que consigo traía chaparrones devastadores.
Eros tocó la puerta de ambos, tocó incesantemente, pero se negaban a responder. La intensidad de su atracción fue determinante en las decisiones que ambos tomarían, y seguían fingiendo la amistad en su razón. Una mañana de verano salieron a ver el mar, juntos, solo los dos; aunque nadie supiera a dónde habían ido, ellos lo percibían perfectamente: iban a poner las cosas en claro. Se sentaron en la orilla, ninguno de los dos soltó una palabra al inicio, y al cabo de unos minutos habló ella. Su voz, entrecortada, silbaba como el viento sureño en primavera, ese viento silente que transporta el polen a las tiernas flores; y tras un suspiro pudo decirlo por fin:
- estoy cayendo en esa cosa estúpida llamada enamoramiento.
Colin, con la peculiar mirada perdida en el misterio, no pudo articular la frase que tenía en su cabeza y soltó unas palabras incongruente:
- yo... sabía que... nosotros... tú... esto...
No dijeron más, solo se dedicaron a ver el vasto océano y a los pelícanos que se zambullían ágilmente en las aguas rutilantes del pacífico. Luego, regresaron a la ciudad de manera parsimoniosa, casi como unos muertos andantes, sin hablar, sin mirarse.
Un año y medio después, ambos esperaron un taxi; esperaron subir al mismo taxi, tal y como se conocieron, tal y como inició esta melodía ondulada. Subieron al coche, y en él sus miradas se encontraron; ella pudo ver a un ser alado en los ojos del muchacho, sin resolver si se trataba de un ente benigno o maligno; Colin, contempló la maravillosa obra de arte que nos envuelve a todos, pudo ver estrellas, planetas, nebulosas, galaxias y un agujero negro en el centro: era el universo el que se reflejaba en su mirada. Comprendió en ese instante que en la mirada de una mujer estaba el universo, y que se alejaría de él en unas horas, cuando ella abordaría el avión.
Colin escudriñó en sus ojos por última vez: el universo seguía allí.